Paró la bicicleta en medio de la carretera. A los cinco kilómetros, después de pasar el primer pueblo, dejaron de esperarlo. La calzada desprendía tanto calor que en las bajadas no sentía alivio: aire caliente que se le metía por el cuello de la camiseta y le salía por la espalda. Tengo que volver a casa, pensó. Los demás, que eran mayores, sabían qué cruce y a qué distancia quedaba, pero él no. Hasta allí iban para ver pasar a Jimenez corriendo la vuelta ciclista. Decidió dar la vuelta. Lo último en recuperar era un repecho de varios kilómetros. En el alto había una especie de urbanización. Parar le permitía escuchar sus latidos duros y nerviosos. Era difícil tragar saliva porque no tenía aliento. Sentía el calor del asfalto a través de las zapatillas. Estaba solo y tenía mucha sed. Se trata de volver por la misma carretera, se dijo para sí. El campo lucía amarillo árido. El único sonido era el de las chicharras. Si centraba su atención en ellas parecía que subían el volumen.
Empezó a pedalear. Su bicicleta no era para un chico de doce años aunque le valía. La suya ni siquiera tenía cambios. Miraba el cuadro de hierro. El soporte para el bidón estaba vacío: no había llevado ni botella de agua. Esa imagen le hacía flaquear mientras percibía su boca pastosa. Siguió un poco más y divisó un par de pinos a mitad de subida, algo más grandes que los demás pimpollos cercanos a la carretera. No tengo agua en el cuerpo ni para sudar, pensó. Pero se agarró a esa sombra para seguir pedaleando hasta conquistarla.
No pasaban ni coches bajo aquel sol que percutía. Tampoco asomaba vida animal. Todo el pasto estaba amarillo, marchito y seco y las chicharras cada vez cantaban más alto. Pero al menos estaba a la sombra. Debía seguir, no sabía cómo porque no tenía fuerzas. De repente se puso a llorar, pero apenas brotaban lágrimas de sus ojos y eso lo asustó. Tras calmarse, subió a la bici y siguió pedaleando.

Una vez arriba, asomaban veredas de tierra a ambos lados de la carretera. Se detuvo a la entrada de una que bajaba por la ladera. No había nadie… Del edificio de la izquierda colgaba un cartel: “Calle de la fuente”. Quizá habría una camino abajo, sólo hay que dejarse caer. Mientras bajaba, sentía las manos calientes puestas en los frenos, no era capaz de imaginar ninguna fuente en ese derrotero que daba entrada a fincas y chalets. Bajar era sencillo, pero subir ya era harina de otro costal… y en algún momento debería volver, con o sin fuente, aunque necesitaba beber agua. Le temblaba el cuerpo entero mientras descendía de pie en la bici para evitar el traqueteo de los socavones en el culo. Se percibía tan ligero que se asustó y paró. No venía ninguna fuente y debía regresar. Volvió el resuello con el pensamiento de regresar a la carretera sin haber encontrado un poco de agua.
Rompió a llorar desesperado sin ninguna humedad. Le aterraba llorar sin lágrimas. Era una especie de impotencia física que nunca había tenido. No sabía cómo iba a volver a casa y qué le diría a sus padres. Llevaba la bici de la mano de vuelta a la carretera. El polvo del suelo se le metía por la garganta y le cortaba. Polvo que él mismo había levantado al bajar. Le dolía respirar, pero aún así logro volver a la carretera deshaciendo el camino de tierra cuesta arriba.
Daba igual llorar, caerse, levantarse, estaba solo y nadie le iría a buscar. El mismo era el único que podía cambiar su situación, pensaba mientras barruntaba el temblor de sus cimientos sentándose a la sombra de una casa cercana a la carretera. Un poquito de sombra, sólo le faltaba un poquito de agua fresca. Pasaba el tiempo entre divagaciones sintiendo su cuerpo vano, donde se desvanecía todo, incluidos sus pensamientos. No estaba seguro de que hacer; no era un adulto. Quizá ser adulto era resolver los problemas fácilmente pensó casi delirante. Atisbó en aquella sombra menor malestar y una consciencia de soledad vital que se deslizaba entre una libertad intima y el miedo a la incertidumbre. ¿Y ahora qué?
Salido de entre las chicharras, empezó a distinguir el ruido de un coche. Era una Citroën C 15 y subía en la misma dirección que lo había hecho él. Era el momento de hacer auto stop por primera vez en su vida.
— ¿Qué haces solo aquí chaval? — El señor lo observó distante, como si fuera gente poco deseable, mientras bajaba la ventanilla a mano.
— Me he perdido… — Fue consciente de lo que le costaba hablar.
El hombre lo siguió analizando con una mirada tosca y lejana. El chico, que veía que se quedaba en tierra, no entendía como un mayor podía contemplarle con ese desdén que hubiera intimidado al más pintado.
De repente, el hombre cambio a un gesto más amable — Venga, te llevo. — Un golpe de suerte puede cambiar la situación de uno en cuestión de segundos. Se bajo de la furgoneta, le ayudo a desmontar la rueda de la bici y lo metieron todo atrás. Ya no sentía tanta sed ni tanto calor, pese a estar metido en ese hierro sin ningún tipo de aire. La certeza de que estaba a salvo le devolvió el aliento y la cordura. Podía volver a ser un niño feliz.
Llegó a la puerta de casa, montó la rueda de la bici, que era de su padre y entró al garaje. Creía beberse el pantano entero con la goma del jardín, ¡Qué gusto!. Nunca habló de ello en casa. Aquello nunca había pasado. Eso si, la próxima vez iría a ver la vuelta ciclista en coche con sus padres igual que otras veces.
Yo crecí en los noventa.