RSS

Un libro en la selva

05 Sep

Entro al metro tras salir de la oficina pensando que casi podría repetir de memoria los ruidos que escucho hasta coger el tren. Primero el que compra oro, luego el que vende carteras para el abono… Siempre los mismos soniquetes. Madrid en verano es para los que no nos queda más remedio. Los olores se multiplican, los trenes pasan cuando quieren. Es un enorme engrudo oscuro que por el día recoge el calor y por la noche lo suelta a modo de calefactor. Por si el sol no hubiera sido lo bastante percutor.

Pese a todo, es una ciudad espectacular. Como dicen, de Madrid al cielo, aunque no sé si todo el rato. Los museos con El Prado a la cabeza. Los jardines del retiro, el Madrid de los Austrias de la plaza de la Villa y Teatro y Palacio Real. La Latina y el rastro. El barrio de las letras, donde se forjó la lengua española. Allí vivió, en unas pocas manzanas, la mayor concentración de talento literario que hubo jamás, cuando Madrid fuera la capital del mundo. Lope, Calderón, Cervantes, Góngora y tantos otros. El Madrid del barrio de Malasaña. Incluso a veces es Madrid río también.

Es fácil adivinar que esta ciudad tiene mil caras, pasadas y presentes. Algunas también menos amables. De gente automatizada y robotizada corriendo en todas direcciones. El Madrid impersonal, que no siempre pero existe. Solo con tiempo para tener prisa. Es difícil a veces llevar un ritmo tranquilo, parece que la ciudad te lo impide. Y más aún disfrutar de las cosas si uno va corriendo. Poco ayudan las calles sucias patrocinadas por vecinos incívicos.

banco

Una dosis elevada me lleve el otro día sin tener gana de ello. No por nada en particular, sino por la suma que colma el vaso. La gente que empuja al entrar al vagón o los que no te dejan bajar porque se montan sin cederte el paso. Los que no te lo agradecen cuando tú lo haces. Los que hacen esa sinfonía, tan poco agradable, para acabar escupiendo en cualquier lugar como ya venían anunciando. Niños chillando y no tan niños con la música en el móvil para que lo escuche todo el tren. Y tú, mientras, intentando leer. Que ya no es por el ruido, sino por el veneno que le recorre a uno de todo lo anterior.

También máquinas estúpidas jugando y perdiendo el tiempo con máquinas inteligentes. No es difícil saber a quién se le otorga cada adjetivo. Consumidores de tiempo que no se reconocen entre iguales. Palabras como educación o civismo no se encuentran. Ratas y cloacas, mejor. Con toda esa serie de ideas rondando la cabeza, el nivel de mala leche, asco o vete a saber, subía. Ahora no era de Madrid al cielo, ahora era de Madrid a cien kilómetros. Por lo menos. Que ganas de salir corriendo de aquí y alejarme, pensaba. Y qué ganas de tirar de metralleta.

Pero al salir del metro observe algo que me cambió el gesto. Una chica joven sentada en un banco a la sombra de un árbol. Su aspecto físico y su planta, inmejorables. Brillaba incluso bajo aquella sombra. Especialmente por algo: estaba leyendo. Tenía un libro abierto entre sus manos. No fui capaz de leer la portada, por curiosidad. Tranquila, quizás esperando a alguien pero sin pinta de estar estresada por ello, disfrutando de su lectura y de estar ahí sentada. Y justo ahí, tú te quedas mirando con admiración, mientras te alejas y sientes como mitigan tus ganas de metralleta. Cómo te reconcilias con Madrid y con la vida. Que la belleza exterior puede aparejar también la interior. Confiando en que detrás del mundo de plástico, apariencias, prisas y consumo absurdo aún existe otra cosa. Pero sobre todo, pensando que si hay gente que lee, significa que hay esperanza.

 

 

 
Deja un comentario

Publicado por en 5 septiembre, 2016 en Amor, Narrativo, Vivencias

 

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

 
A %d blogueros les gusta esto: