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En Avila… cómo en casa

23 Mar

Este lunes estuve en Ávila. Tuvimos la suerte de un día de sol para visitar la ciudad mi madre y yo. Es un sitio especial para mí, no solo porque estudié un año allí sino porque me retrotrae a mi infancia bastante. Es además es una ciudad muy agradable para la vista, con sus murallas, iglesias, conventos y catedral, que transmite tranquilidad. Creo que es un privilegio pasear por sus calles. El asunto es que íbamos a comprar algo para mi cumpleaños que fue a principios de mes, pero realmente no tenía muy claro que quería.

Andamos pues, desde el parque del recreo por la avenida de Portugal y rodeando la muralla entramos por la puerta de Alcázar. Continuamos por dentro hasta el Mercado Chico y volvimos dirección a la Catedral. Al dejar el edificio para salir de la fortaleza, hacia la Plaza de Santa Teresa, lo hicimos dejándola de costado por una de mis callejuelas favoritas. Perfecta para emboscadas o retos de honor a capa y espada en su día. Lugar estratégico donde aprovechar la cercanía de la catedral para acogerse a sagrado. Justo ahí se encuentra un bar con un patio interior perfecto para comer o tomar un vino, sobre todo en las noches de verano. Calle Cruz Vieja, para más seña.

En todo este recorrido, vimos tiendas pero nada me llamaba la atención especialmente. Así que continuamos andando por la pequeña calle de San Millán, que desemboca en una de las puertas del que fue mi colegio por un año: El Diocesano. Época donde mi ateísmo se consolidó. Justo en esa calle nos escapábamos a comprar las gominolas y demás, que comíamos de crío.

Se sucedieron más recuerdos en mi cabeza. Recordé cuando íbamos con mis padres, sobretodo a principio de cada curso, a comprarnos la ropa de deporte para ese año. Chándal, zapatillas… lo que nos hiciera falta. A unos metros de la puerta del dioce, en Deportes Sánchez. Recuerdo perfectamente los dependientes y la tienda. Entonces me di cuenta que necesitaba unas zapatillas para correr y al decírselo a mi madre, decidimos caminar unos metras hasta la allí.

Me alegraba la idea ya que hacía mucho tiempo que no íbamos. Continuamos y al doblar la esquina, sorprendido, vi la enorme cristalera de la tienda pero esta vez llena de muebles. Que rabia… le dije a mi madre que no sabía que habían cerrado. Ella me dijo que no, que solamente habían cambiado de local y estaba unos pocos metros más arriba en la acera de enfrente. Efectivamente era así. Era un poco más pequeña, pero ahí estaba.

Desde fuera observé que uno de los dependientes, el más joven, seguía allí trabajando. Atento a la puerta y a la gente que entraba para atenderla, con una mirada atenta y amable. Al pasar dentro me sonrió y le hable a cerca de mi regalo. Me aconsejó sobre las zapatillas, igual que lo hacía hace años con mis padres. La verdad que da gusto cuando te atienden y te aconsejan bien. Una vez elegidas, mientras las envolvía y me comentaba que me podía hacer un descuento, me dijo que nos conocía y se acordaba de nosotros. La verdad que me hizo mucha ilusión. Para mi es fácil recordarle, pero el habría tenido muchísimos clientes en tantos años… Cómo diría Manquiña… profesional, muy profesional.

Continuamos hablando de temas más banales y finalmente nos despedimos con un apretón de manos y una sonrisa. Al alejarnos de la tienda me daba cuenta de lo que realmente se pierde con los tristes y enormes centros comerciales. Que te conozcan y reconozcan, que te aconsejen o el hecho de conocer la persona de la tienda es mucho más cercano y mejor. Tiene su puntito el tener una conversación agradable con un conocido mientras compras. Además la pasta se la queda él y sus socios, cosa que me alegra. No van a una multinacional que mal paga a sus empleados, que encima les obliga a sonreír aunque tengan dos mil clientes al día los cuales además no han visto y seguramente no vuelvan a ver. Así que con esa buena sensación nos cogimos el coche para volver al pueblo. No sin antes parar a tomar un pincho en Rivilla, como mandan las buenas costumbres.

 
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Publicado por en 23 marzo, 2017 en Reseñas, Vivencias

 

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